“Grandes edificios, centros de producción, coches particulares e innumerables arterias para el transporte a las ciudades son elementos clásicos en cualquier representación de la llamada modernidad. El principal problema de la ideología que sostiene esas construcciones modernas es que identifica el triunfo de la razón con el cambio económico, es decir socio-histórico, que las sustenta. Pero debe recordarse que la modernidad no son solo ideas construidas sino, fundamentalmente, un modelo de vida y una experiencia en la que se basa la organización social, que es, además, legitimada en la vida cotidiana, entre otras cosas, a través de la literatura. Es característico de la experiencia moderna creer que las instituciones que organizan nuestras vidas se basan en la razón. Es decir, se suele creer que el funcionamiento socio-histórico está bajo el control racional del conocimiento. La experiencia moderna es, así, una forma de fe en la razón. Max Weber la llamó el ‘carisma de la razón’. Aparentemente, la fe y la razón son opuestas, pero, sin embargo, el ahínco de lo moderno cuando pretende racionalizar la sociedad mediante un proceso de secularización, ha sido mostrar el carácter adicional de la fe y la razón. Después de la Revolución Francesa, los ilustrados vencedores no incendiaron los templos, pero sí se hicieron altares a la diosa Razón y se organizaron exposiciones conjuntas con la bandera republicana y los bustos de los filósofos para reemplazar las imágenes de los mártires y santos. Llegó a realizarse una forma de culto en torno a la ciencia, a su vez, cada vez más ligada a la producción industrial. Se trataba, pues, de una mística ‘racionalista’ cuasi-religiosa. Como sabemos, fue Max Weber quien ofreció en su día el marco teórico para aclarar este problema. En esa línea, Weber mostró que, aunque lo carismático perdía su carácter tradicional, la sociedad moderna necesitaba seguir alimentándose de las fuentes de la dominación religioso-hierocrática. Es así como la modernidad racionalizó lo Sagrado pero sacralizó la Racionalidad”. Con estos comentarios de Fito Rodriguez comenzaba el prefacio de la novela ‘Lehenbiziko harria’, de Bernhard Mathiuet, que fue traducida del alemán al euskera el pasado año por Arantzazu Martinez Etxarri. El libro narra la emergencia provocada por el cambio climático en la ficticia localidad de Azoka, donde los habitantes se ven ante la necesidad inminente de emigrar. Es allí donde la joven Nischii, de quince años, presenta un proyecto que podría traer un futuro próspero a todo el pueblo. Pero los conflictos provocados por el fanatismo y la codicia transformarán el esfuerzo y el amor de los ciudadanos en una feroz lucha por la supervivencia.
“El alemán es el idioma original de esta fábula y, digamos, su punto de partida. La Ilustración alemana no se puede identificar fácilmente con la Ilustración francesa, que se suele tomar como el fundamento de la modernidad. Por el contrario, en la literatura alemana, Goethe, Schiller, Novalis, Humboldt, Schelling, Schlegel, Tieck y demás cultivaron en sus escritos la razón junto al sentimiento en lugar de sacralizar uno y/o la otra. Según ellos, el único obstáculo para la difusión de la invención científica, la productividad y el utilitarismo era que la humanidad dependía únicamente de la razón. Esto provocó miedo y renuencia en el primer círculo intelectual de Jena y en la literatura alemana en general. La realidad, según ellos, estaba llena de poesía, espiritualidad o sentimiento, y la literatura tenía que dar cuenta de todo ello”, explica Rodriguez. “El filósofo Fichte descubrió un nuevo poder para el ‘yo’: la conciencia de la autodeterminación. Fichte subrayó que la conciencia del Ich, ‘yo’ en alemán, nos hace libres. El ‘yo’ es el promotor del todo. El filósofo Fichte decía que la libertad era una chispa, que podía brillar en secreto, oculta en la oscuridad y durante mucho tiempo, pero de pronto, al calentar nuestros espíritus, se convertía en un fuego ardiente. La libertad y la autodeterminación se convirtieron en la base de la literatura y la filosofía alemanas. Al igual que Kant, Fichte no predijo un mundo caótico, sino un mundo ordenado, donde la libertad y la moral -o el deber moral de cada individuo- estuvieran íntimamente ligadas. ‘El propósito más profundo del yo en todas las culturas es sentirse en paz y armonía con uno mismo’, nos dice uno de los protagonistas de este libro. De hecho, la felicidad no es algo que se busca, sino algo que se encuentra. El autor de este libro, Bernhard Mathiuet, a pesar de conocer otras lenguas y culturas, entre ellas el castellano, el euskera y la cultura vasca, es evidente que se educó en la cultura alemana. A diferencia de la cultura católica de Francia o España, la literatura alemana desarrollada de la mano de la Reforma luterana, suele tener como propósito la difusión del orden kantiano, es decir, el famoso lema ‘haz lo que debas’. De esta manera, y como nos mostró Max Weber, las letras alemanas han ayudado a difundir una ética especial, en la que la felicidad es simplemente el resultado de una vida coherente. Los protagonistas de la novela experimentan paz a la vez que felicidad por estar en armonía con la vida. Este libro es una verdadera «Bildungsroman», es decir, una novela educativa”.
Sucesos emocionantes, sentimientos vigorosos y preguntas profundas sobre la vida planteadas por los protagonistas nos sumergen en esta historia dramática sobre el amor, la felicidad y la lucha por la supervivencia. Los lectores, además, quedarán impactados por el final espectacular que nos ofrece este libro publicado ahora en castellano.
Pintura: Frédéric Gutiérrez Barde.