El País Vasco, geográfica y culturalmente, es un país fronterizo, abierto a las influencias externas, y al mismo tiempo celoso de sus conquistas propias. La presencia de manifestaciones artísticas en el territorio se remonta a la prehistoria. Hace poco tuvimos ocasión de mostrar en el Museo de Bellas Artes la plaqueta de Ekain, una lasca de piedra en cuya superficie hace más de 12.000 años varias manos grabaron sucesivamente, uno encima del otro, perfiles de animales (cabras, renos, ciervos…) con un realismo sorprendente y un afán colectivo inédito. Un tiempo más tarde nos encontramos con el no menos extraordinario fenómeno del megalitismo, en concentraciones tan amplias como las que se realizaron en las laderas del monte Agiña, lugar fronterizo también entre la tierra y el cielo, donde el escultor Jorge Oteiza, en nuestra contemporaneidad, supo encontrar, al lado de aquel esfuerzo colectivo primordial, una nueva idea arraigada en nuestra cultura artística: la identidad entre el arte y la naturaleza. Una idea primigenia y existencial del arte que seguramente se cronificó más aún debido a la leve romanización que, comparativamente, sufrió nuestra tierra.
Como uno de los principales corredores de acceso a la península desde la Europa continental, son muchos los artistas viajeros septentrionales, principalmente flamencos, que llegaron entre la Edad Media y la Moderna a proponer las formas de modernización del arte internacional de cada momento: románico, gótico, barroco… Uno de estos últimos viajeros fue el madrileño Luis Paret y Alcázar, estricto contemporáneo de Francisco de Goya que, a la vuelta de su forzado destierro en Puerto Rico, decidió instalarse en Bilbao y ofrecer lo mejor de su talento para alumbrar el florecimiento artístico de la ciudad, acompasado con el desarrollo económico y urbano. Decía Pío Baroja, para explicarse la diferencia entre Holanda y el País Vasco en materia de arte, que en los Países Bajos floreció antes gracias a la existencia de las ciudades.
A las capitales europeas del arte viajaron los pioneros de la modernidad vasca importando la noticia de las nuevas tendencias internacionales. Guiard, Regoyos, Durrio, Zuloaga, Iturrino, antes de finales del siglo XIX, inauguraron ese viaje del arte y de los artistas vascos que ya no tendrá fin. Generación tras generación, el arte local se ha fraguado en la relación con los centros artísticos internacionales: Roma primero; Bruselas y París después; Buenos Aires y São Paulo entre la guerra y los años sesenta; Londres y Nueva York en los años ochenta; Berlín, Estocolmo, Ámsterdam y otras ciudades europeas en la actualidad.
El cosmopolitismo del arte vasco contemporáneo queda demostrado, entre otras cosas, por la trascendencia internacional lograda por algunos de sus grandes artífices: Zamacois, Zuloaga, Oteiza, Chillida o, más recientemente, Cristina Iglesias, en su caso delatando afortunadamente la pujante presencia de la mujer en las formas del arte nuevo. Cuando dentro de poco tiempo se inaugure su proyecto para el faro de la isla de Santa Clara en San Sebastián, se volverá a reeditar ese pacto entre arte y naturaleza que cifra la identidad del arte vasco antes de la historia.
Miguel Zugaza
Director del Museo de Bellas Artes de Bilbao