Euskadi -sobre todo la costa vasca- ha sido un centro de elegancia, de moda y de lujo durante mucho tiempo, -con perspectiva histórica- desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil. En Euskadi y muy particularmente en Biarritz y Donostia -y por supuesto lo que llega a Bilbao, aunque de otra manera- se reunía una colonia cosmopolita e internacional.
La época estival generó la necesidad urgente de crear un comercio del lujo que se podía comparar con lo que estaba ocurriendo en las grandes capitales europeas. Profesionales ingleses y franceses que se instalaban en Donostia, y por supuesto en Biarritz, respondían a esa demanda del lujo.
Históricamente, la costa vasca ha sido un centro internacional de moda y ha tenido grandes profesionales que se han dedicado al sector. Y en ese contexto histórico situamos a Balenciaga. Cristóbal Balenciaga trabajó durante veinte años en Donostia, siendo un gran modisto, antes de instalarse en París, a donde llegó relativamente tarde -en 1937, con 42 años- siendo ya un hombre maduro. Y es en este contexto que relato, en el que alguien como Balenciaga se puede formar y puede iniciar una carrera con gran éxito, logrando una proyección que va más allá de Donostia.
Ahora, aunque tenemos un turismo muy fuerte, y muy centrado en el consumo de la cultura, el arte, la gastronomía o el paisaje -y todo lo que nuestro país puede ofrecer-, también con buen comercio y buenos creadores, lo cierto es que no se da ese nivel de desarrollo de la moda como pudo ocurrir en aquel momento histórico.
Sin embargo, hay creadores que en este mundo global en el que vivimos pueden trabajar, presentar sus colecciones y venderlas desde cualquier lugar del mundo. En este sentido, creo que sí que hay creación en el país. Hay marcas potentes consolidadas, hay jóvenes creadores abriéndose camino, también hay creadores vascos que se forman en otros lugares y que luego vuelven, o no, o vuelven más tarde.
Creo que hay una escena del diseño en general, y del diseño de la moda en particular, que es muy interesante. Con mucho potencial joven -no lo tienen fácil porque no es fácil, aunque tampoco lo es en París-, es una industria salvaje en la que la creación individual, como pasa en todo, tiene que luchar, tiene que adaptarse. También es cierto que cuentan con otras herramientas que son mucho más flexibles, que les permiten adaptarse a los nuevos retos y enfrentarse a los nuevos hábitos de consumo (la gente está cada vez menos acostumbrada a pagar la calidad de lo que viste…). A pesar de las dificultades con las que se encuentran los creadores en cualquier lugar del mundo, porque en eso no somos diferentes, hay una escena muy interesante.
No podemos reproducir el periodo antes mencionado: aquel era un turismo de élite; hablamos de un momento con un turismo de lujo, con protagonistas que tenían grandes fortunas. No solo eran potenciales clientes, eran quienes establecían la moda y marcaban tendencia. Eran ellos quienes eran clave para difundir la moda. Todo eso ha cambiado de tal forma que no se puede reproducir, aunque no podemos pensar que no pueda volver a pasar. Fuimos un centro de moda importante, que tuvo como consecuencia la formación de profesionales que podían medirse con los mejores del mundo.
La formación es fundamental. Antes se formaba de otra manera, como Balenciaga, que era comprador de alta costura y aprendía de los mejores; eso era la formación, porque no había escuelas. Hay mucho que hacer a este respecto. Ahora tenemos más competencia porque la gente que se quiere formar en moda se va a París, Londres, Amberes, Madrid o Barcelona. La formación es una cuestión que se podría reforzar. El apoyo a las industrias creativas ya existe, pero todo es poco.
Miren Arzalluz
Directora del Museo de la Moda de París
Fotografía: James Weston.