La muestra “El Diablo, tal vez. El mundo de los Brueghel”, que estará expuesta hasta el 30 de agosto en el museo San Telmo, explora un territorio muy fértil en la tradición artística, la tríada «tentación-pecado-demonio», a partir de un cuadro de la colección del Museo Nacional de Escultura, Las tentaciones de San Antonio, de Jan Brueghel de Velours, que sirve de “hilo rojo” para enhebrar obras y escenas, técnicas y estéticas, el pasado y el presente, en torno a un núcleo protagonizado por la familia Brueghel. Y es que fueron los pintores flamencos y alemanes -Bosco o la dinastía bruegheliana- los que con mayor inventiva, atrevimiento y energía expresiva exploraron este tema hasta convertirlo en un género artístico, de duración breve (poco más de un siglo), pero tan fulgurante, que, aunque hoy sus imágenes nos sigan dejando atónitos, tan enigmáticas e inaccesibles, nos resultan deliciosamente modernas.
El auge de esta temática, como sugiere el título de la exposición, puede atribuirse, «tal vez», al poder de las artimañas del diablo en la vida religiosa, un poder que se expande justamente en las fechas en que la Europa cristiana del Renacimiento sufre una honda crisis: discordia fanática entre luteranos y papistas, aparición de poderosas autoridades, guerras de extrema violencia, vigilancia de las conciencias. Por eso, aunque desde la óptica religiosa, es el diablo el «jefe de orquesta» de este mundo dominado por el Mal, no deja de entreverse que Satán, además de un ser sobrenatural y maléfico, era también el aglutinante «cósmico» que, más allá de su verdad teológica, alimentaba el pesimismo social o el alcance que la culpa individual iba ganando en las conductas, a modo de demonios interiores.
El magnetismo visual de estos artistas conserva todo su brío nutriendo la imaginación de hoy. La experimentación que combina el lenguaje digital junto con herramientas de los viejos maestros como el dibujo, dan en la obra de un joven artista del siglo XXI como es Antoine Roegiers frutos artísticos de una fertilidad poética tan sutilmente subversiva como lo fue en su tiempo la obra de los Brueghel y cuantos participaron en aquella audaz aventura de «pintar al hombre por dentro».
La exposición gira en torno a Las tentaciones de San Antonio, de Jan Brueghel de Velours, una obra-faro, que determina el discurso expositivo y es el punto de arranque de todas sus derivaciones.
Una de sus secciones es la constituida por la serie de Los siete pecados capitales de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569) (en este caso, reproducciones de los grabados originales de la Biblioteca Nacional de España), fundador de la dinastía, que cumple un papel de bisagra entre el lienzo de su hijo, Brueghel de Velours, y la obra contemporánea que se presenta en la muestra, los dibujos y filmes de Antoine Roegiers, que experimenta sobre esta serie, en un lenguaje moderno y con técnicas digitales, pero sin despegarse del espíritu brueghelesco.
El mundo de Brueghel no existe, nunca ha sido real. Hoy diríamos que es un mundo «virtual». Pues bien, quinientos años después, esa dimensión «virtual» va a ser explorada por Antoine Roegiers (Braine-l’Alleud, Bélgica, 1980), un artista belga formado en la École des Beaux-Arts de París, con los nuevos medios que la técnica digital pone al servicio de los creadores, «pero con el Louvre enfrente». Particularmente seducido por la libertad y la modernidad que alcanzaron los pintores flamencos, la obra de Roegiers ahonda, fiel a sus orígenes belgas, en esa tradición pictórica de los Países Bajos, que tiene en Bosco y Brueghel a sus grandes maestros, y prosigue hasta nuestros días en personalidades tan distintas como Magritte, Broodthaers o Jan Fabre.
Lo que Roegiers se propone es explorar el mayor hallazgo visual del maestro Bruegel: la simultaneidad de la acción. En sus estampas todo sucede al mismo tiempo: la sincronía de miniacontecimientos, la profusión de microrrelatos, el patchwork de escenas que colman el paisaje, al que otorga una gran profundidad, y que va ubicando en primeros, segundos, terceros y últimos términos -hasta nueve planos superpuestos-, «como si fuese un milhojas». Roegiers reinventa esa profundidad, esa tercera dimensión de la que el grabado solo da una ilusión fingida, taladrando la superficie bidimensional de la estampa.
Fotografía: Oskar Moreno